Relato corto: Adiós, guapa.

El anochecer me sorprendió enredada en sus labios y cuando quise darme cuenta era demasiado tarde para inventar excusas. Me aparté de él precipitadamente y me recoloqué la ropa, sin mediar palabra. Terminé mi copa de un trago y le regalé mi último beso, fugaz, antes de salir del bar gritándole un juguetón “adiós, guapo” como despedida. Una sonrisa ensimismada danzaba en mi rostro mientras me preguntaba cómo diablos me había dejado cautivar de aquella manera por el intrigante forastero sobre el que todas cuchicheaban. Él plantó el codo en la barra, apoyó el mentón sobre su mano y, como si quisiese responder a mi silenciosa pregunta, me observó con esa mirada profunda que me había atrapado al instante horas antes, cuando le vi mirarme fijamente desde la puerta del bar de Joly y hacerme una seña para que me acercase.

Salí casi corriendo del bar y enfilé el camino de vuelta a casa bajo la luz de la luna, sin percatarme de que aquellos ojos brillantes del color de la arcilla seca seguían mis pasos desde la puerta del garito que acababa de abandonar. Corrí a medio gas por las calles del pueblo y pronto me adentré en el camino del bosque. El pavimento desapareció bajo mis pies y mis pasos se hundieron en la hojarasca húmeda propia del otoño envejecido, haciéndola crujir, añadiendo su compás monótono y rápido al sonoro canto de los grillos y al flagor de las hojas que, aún pendientes de los árboles, danzaban al son del frío viento nocturno.

Miré la luna brillante, que resaltaba pálida en un cielo negro sin estrellas, y admiré su perfecta redondez. Disminuí un poco mi carrera, absorta en aquella luz profunda, como hipnotizada. Entonces escuché un pequeño crujido a mi espalda, que identifiqué enseguida como el partir de una rama podrida bajo el peso de un paso. Me detuve en seco, giré el rostro y contuve la respiración. Los grillos ya no cantaban y el viento se había detenido. Lo supe porque las hojas de los árboles dejaron de danzar, apagando su rítmico susurro y sumiendo al bosque en un silencio adormecido y espeso.

Tragué saliva e intenté forzar la vista, pero apenas podía distinguir mis propios pies, porque la luna se había ocultado tras una nube y la oscuridad era total, penetrante, angustiosa.

Entonces sentí algo, esta vez delante de mí, pero antes de que pudiese mirar, una voz suave y profunda susurró justo sobre mi oído dos palabras. “Adiós, guapa”. Y se me escapó un grito mientras echaba a correr, estremecida por aquél frío aliento que aún sentía sobre mi piel. Sin detenerme, miré hacia atrás acongojada y vi dos ojos rojos, brillantes, que me miraban. El miedo me paralizó y, aunque sabía que debía seguir corriendo, mis piernas no me respondieron más. La cabeza empezó a darme vueltas y quise gritar, chillar pidiendo auxilio, pero el grito se atragantó en mi garganta impidiéndome coger aire. Conseguí moverme, sólo para tropezar con una raíz saliente y acabar cayendo de bruces contra el suelo.

Abrí los ojos. Estaba tumbada sobre hojas húmedas. Me levanté de inmediato, casi de un salto. Con el corazón desbocado, tragué saliva y parpadeé varias veces, mirando a mi alrededor sin poder ver nada. Me sentí mareada y al palpar inconscientemente mi costado derecho, me atravesó un dolor agudo. Levanté la mano y froté los dedos, pegajosos con mi propia sangre. Eché a andar temblando de miedo en la dirección en la que creía que se encontraba mi casa, y aunque sabía que debía estar a menos de cinco minutos de ella, tuve la sensación de que no la alcanzaría nunca.

Detrás de mí, a muy poca distancia, unos ojos rojos me observaban, y el dueño de aquella penetrante mirada asesina aspiraba en el aire el olor a miedo de mi sudor, y a ocre de mi sangre. Con media sonrisa torciendo su rostro, saboreaba con anticipación el dulce regusto de mi último aliento.

Este relato está enmarcado en el Reto de escritura de Relatea (una web de relatos cortos) respondiendo a la propuesta de escribir un relato de menos de 1000 palabras basado en la palabra EN EL BOSQUE.

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