Érase una vez en un barrio una gran familia de gatos. Los había de tres colores —negros, blancos y marrones— y también de todas las edades, pues nacían camadas a pares. No eran gatos caseros y ricos; ellos eran... de otro estilo. Callejeros, bien curtidos tras el tiempo que habían vivido. Jugaban por los tejados y maullaban sin reparos haciéndose notar entre otros seres del lugar.
No necesitaban humanos como esos gatos aclimatados. Ellos eran más bien tigres: locos y medio invisibles. Cada cual tenía su vida pero a veces se reunían; normalmente para la cena, a colarse en la alacena. Allí robaban a espuertas: pan, atún, lomo y panceta. Luego se lo comían escondidos en alguna esquina, atesorando la mercancía entre bufidos y relamidas.
No necesitaban humanos como esos gatos aclimatados. Ellos eran más bien tigres: locos y medio invisibles. Cada cual tenía su vida pero a veces se reunían; normalmente para la cena, a colarse en la alacena. Allí robaban a espuertas: pan, atún, lomo y panceta. Luego se lo comían escondidos en alguna esquina, atesorando la mercancía entre bufidos y relamidas.