Nota previa: Este relato está levemente relacionado con Octubre #1: Faisán de pobre y vino de barrica, aunque pueden leerse en cualquier orden.
La escueta comitiva que transporta a Isabel, reina de Castilla, y a su esposo el Rey de Sicilia y Castilla y príncipe de Aragón, Don Fernando, se encuentra a tan solo media hora de Toledo. Viajan de incógnito y de noche a petición de la reina, flanqueados por solo cuatro guardias a caballo. Los caminos no son seguros en estos tiempos convulsos pero Fernando, años atrás habiendo aprendido a no menospreciar las extrañas decisiones de su esposa y sabiendo que tras ellas hay siempre cuestiones de Estado, ha acatado hasta ese momento sin preguntas o siquiera mostrar duda en su semblante. Pero por fin se aviene a intervenir.
—¿A qué viene viajar en tan indignas condiciones, Isabel? —Una urraca grazna en la lejanía cuando el Rey pone un preocupado brazo rodeando los hombros de su esposa, amante y madre de su hija.
Ella le mira, con los ojos bien abiertos, brillantes de dudas e incertidumbre. ¿Qué pensará Fernando de su infamia, de su blasfemia? No merece el apodo que los ciudadanos comienzan a atribuirle: Reina Católica. Más bien hereje e impía, mujer pecadora y de poca honra, infiel, dispuesta a hacer tratos con el mismo demonio en sus intereses propios y los de su familia. Así se siente.
La escueta comitiva que transporta a Isabel, reina de Castilla, y a su esposo el Rey de Sicilia y Castilla y príncipe de Aragón, Don Fernando, se encuentra a tan solo media hora de Toledo. Viajan de incógnito y de noche a petición de la reina, flanqueados por solo cuatro guardias a caballo. Los caminos no son seguros en estos tiempos convulsos pero Fernando, años atrás habiendo aprendido a no menospreciar las extrañas decisiones de su esposa y sabiendo que tras ellas hay siempre cuestiones de Estado, ha acatado hasta ese momento sin preguntas o siquiera mostrar duda en su semblante. Pero por fin se aviene a intervenir.
—¿A qué viene viajar en tan indignas condiciones, Isabel? —Una urraca grazna en la lejanía cuando el Rey pone un preocupado brazo rodeando los hombros de su esposa, amante y madre de su hija.
Ella le mira, con los ojos bien abiertos, brillantes de dudas e incertidumbre. ¿Qué pensará Fernando de su infamia, de su blasfemia? No merece el apodo que los ciudadanos comienzan a atribuirle: Reina Católica. Más bien hereje e impía, mujer pecadora y de poca honra, infiel, dispuesta a hacer tratos con el mismo demonio en sus intereses propios y los de su familia. Así se siente.